Le llamaron Iberia...

Recuerdo que la encontraba cada tarde, luego de su merienda. Perdía su mirada hacia una gran nada. Se sentaba junto a la ventana por horas, con un camisón lavanda con flores blancas. Nada parecía poder quitarla de esa constante perplejidad.
Atrás habían quedado sus sueños, su corazón había dejado de latir fuerte, sólo tenía un movimiento constante, pausado y casi imperceptible.
En la Institución nadie sabía cómo había llegado allí, en un principio, los profesionales de guardia la diagnosticaron como depresión profunda, con síntomas de catatonia. Al día siguiente en una entrevista con psicólogos y psiquiatras se determinó que era sorda en realidad; pero las semanas que siguieron a su internación una celadora oyó llorar a la mujer mientras balbuceaba un nombre, así supieron de pronto que el cuadro que se presentaba era cada vez más raro.
Jamás de ella se escuchó una queja, siempre acudía a los horarios pautados, y tras eso la esperaba el rincón, al finalizar el pasillo, que daba a un jardín sin flores. Escribía frases sueltas a la hora del desayuno en servilletas de papel, y cada una de ellas encerraba más y más el misterio de su existencia...